El mapa y el territorio by Michel Houellebecq

El mapa y el territorio by Michel Houellebecq

autor:Michel Houellebecq
La lengua: spa
Format: epub, mobi
ISBN: 978-84-339-7568-3
editor: Anagrama


XI

Cuando despertó, la mañana del 25 de diciembre, París estaba cubierto de nieve; en el boulevard Vincent-Auriol pasó por delante de un mendigo de barba tupida e hirsuta, con la piel casi parda de mugre. Depositó dos euros en su escudilla y luego, volviendo sobre sus pasos, añadió un billete de diez euros; el otro emitió un gruñido sorprendido. Jed era ahora un hombre rico, y los arcos metálicos del metro aéreo sobrevolaban un paisaje suavizado, letal. La nieve se fundiría durante la jornada, todo aquello se transformaría en barro, en agua sucia; después la vida seguiría su curso, con un ritmo asaz lento. Entre estos dos momentos fuertes, de alta intensidad relacional y comercial, que son las cenas de Nochebuena y Nochevieja, transcurre una semana interminable, que en el fondo sólo es un vasto tiempo muerto; la animación se reanudaría, aunque fulgurante, explosiva, al principio de la noche del 31.

Ya de regreso en su casa, examinó la tarjeta de visita de Olga: Michelin TV, avenue Pierre Ier de Serbie, directora de programas. Ella también había triunfado en su vida profesional, sin haberlo buscado con una avidez especial, pero no se había casado, y este pensamiento le incomodó. Sin pensarlo realmente, todos aquellos años, siempre se había imaginado que ella habría encontrado el amor, o cuando menos una vida de familia en algún lugar de Rusia.

Llamó a última hora de la mañana siguiente, esperando que todo el mundo estaría de vacaciones, pero no fue así: al cabo de cinco minutos de espera, una secretaria estresada le respondió que Olga estaba reunida y que le diría que había llamado.

A medida que pasaban los minutos, esperando inmóvil cerca del teléfono, aumentaba su nerviosismo. Tenía enfrente el cuadro de Houellebecq, posado en el caballete; esa misma mañana había ido al banco a retirarlo. La mirada del escritor, demasiado intensa, acrecentaba su malestar. Se levantó, dio la vuelta al lienzo hacia el lado del bastidor. Setecientos cincuenta mil euros…, se dijo. No tenía ningún sentido. Picasso tampoco tenía ningún sentido; todavía menos, probablemente, si es que se puede establecer una gradación en la falta de sentido.

Sonó el teléfono justo cuando se dirigía a la cocina. Se precipitó a descolgarlo. La voz de Olga no había cambiado. La voz de la gente no cambia nunca, como tampoco la expresión de su mirada. En medio del derrumbamiento físico generalizado en que se resume la vejez, la voz y la mirada aportan el testimonio dolorosamente irrecusable de la persistencia del carácter, las aspiraciones, los deseos, de todo lo que constituye una personalidad humana.

—¿Has ido a la galería? —preguntó, un poco por empezar la conversación en un terreno neutral, y después se asombró de que su obra pictórica se hubiese convertido en un terreno neutral para él mismo.

—Sí, y me gustó mucho. Es… original. No se parece a nada que yo haya visto antes. Pero siempre he sabido que tenías talento.

Siguió un silencio limpio.

—Francesito… —dijo Olga, su tono de ironía disimulaba mal una emoción real, y Jed se sintió de nuevo incómodo, al borde de las lágrimas—.



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